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Me dirigí al auto tanteando no derramar el humeante café, Olga me esperaba afuera. —Como odio levantarme temprano. — resoplé malhumorado colocando la bebida en el posavasos desde la ventanilla y rascándome los ojos tras haberla saludado. —Llegué demasiado temprano también, esperemos un poco. —El problema no es ese de todos modos. — recosté mi peso en la puerta del auto y exhalé. —Solo serán unos días — respondió amable, aunque también se veía somnolienta. —Siempre y cuando la reunión vaya bien. —refuté— Lamento que debas recogerme, Oly, me siento como un niño dependiendo de su madre. Olga era mi asistente. Era una chica de carácter afable, de unos veinticuatro años; cuatro menos que yo. Alta, pero sin atributos destacables salvo por una sonrisa digna de un comercial de dentífrico, aunque quizá peque de ser demasiado observador. De modos sutiles, maravillosamente inteligente e indudablemente más que yo. Su cabello era casi cobrizo al igual que sus ojos y aún tenía mejillas de adolescente; regordetas y sonrosados, que enmarcaban una nariz pequeña y aplastada. Graciosa. En general su rostro era infantil, agradable. Creo que esa era la mejor palabra que podía definirla: agradable. En un principio quise cambiar de secretaria porque su actitud me resultaba insoportablemente sumisa, pero supe encontrar en Olga una compañera paciente y eficiente: terminé tomándole cariño. Aunque suele ser profundamente taciturna logré encontrar su disposición para reírse de mis estupideces de adulto quejumbroso. Ella había conseguido el puesto de asistente gracias a una pasantía por su carrera de Ciencias Económicas, pero por su buen desempeño la contrataron indefinidamente en la empresa, a diferencia de mí, que era un simple acomodado. No es que mi padre fuese el dueño multimillonario de una multinacional, simplemente era gerente en su sector y logró hacerme un espacio para poder ganarme mi propio dinero. Nada especial tampoco. —Tranquilo, es mi deber como tu asistente. —Tu deber es evitar que yo la cague, no hacer de niñera. —No traes tus lentes.—dijo cambiando de tema, solía disgustarle mi vocabulario en ciertas ocasiones. Bufé. —Para lo que hay que ver. Esa era mi cábala. Sólo usaba gafas cuando sabía que valdría la pena la vista. Tendía a usarlos al viajar, al trabajar, o con... bueno, da igual, se entiende. Tras ese intercambio de palabras emprendimos viaje. Pasó la avenida principal y solo pude pensar «tres manzanas más y podríamos tirarnos al lago del parque central, con auto y todo». Deseo evitar esa reunión a toda costa. No es que odie mi trabajo, ni mucho menos, sé que me quejaría así trabajase de control de calidad de chocolates en Disneyland. Es sólo que el área en la que me desempeño (arquitectura) está llena de prejuiciosos inversionistas aburguesados que desean a toda costa aparentar que están rellenos de oro y buen gusto, en vez de grasa, y que tu eres un niñito de papá. Es irónico que mencione lo burgués como algo malo yendo de traje en el auto de mi secretaria a trabajar. En mi adolescencia había abrazado la idea de un liberador anarquismo pacifista, pero no pude volver atrás sin sentir verguenza, no logré ver con los mismos ojos el que solía ser mi lugar, en el momento en que acepté este estilo vida, en el momento en que deseché mis ideales por una causa mayor... o eso creía. Doblamos una calle antes de lo previsto, seguramente Olga se desviará del tráfico de medio día. El auto acelera un poco y adelantamos una sombra conocida «¿Será él? no, no, él es más delgado». Pero se parece. Se parece demasiado, y eso me oprime el pecho por minutos. Ya son más de las doce, el sol calienta el chapado del techo y justo cuando el calor comienza a molestar, llegamos. Casi salté del auto. Olga aparcó en el estacionamiento del edificio contiguo, detrás de un cine indie muy conocido por aquella zona. Tuvimos que preguntar si se podía porque estaba lleno de parquímetros y no parecía un aparcamiento público. Me puse aquél sombrero ridículo requerido tras bajar del auto. «Qué opaco se ha de ver mi traje con esto, y qué incómodos son los trajes» pensé mientras me desabotonaba otro botón de mi camisa y me masajeaba el cuello, intentando disminuir la tensión aplastante que tenía. Nunca me gustó el olor de los edificios en construcción, el color gris, los ladrillos sucios, los interiores con restos de masilla por todas partes y vacíos. Me resultaban desoladores. Me recordaban mis carencias. Di unos pasos buscando al jefe de la construcción y a su lamebotas hermano en busca de respuestas que me dejen huir lo más pronto de esa escena. Debíamos remodelar un antiguo edificio y llevaban semanas atrasados, por dentro aquél piso seguía siendo un asco. Se corría el rumor de que la familia de uno de los constructores ocupaba aquél piso horroroso durante las remodelaciones y yo había ganado el sorteo de idiota que debía desmentir el rumor. Vislumbré unas sombras a lo lejos, cerca de unas vigas que sostenían un dudoso techo de madera y me acerqué haciendo resonar mis zapatos. «Ese techo no se ve seguro» no puedo pensar en nada más. La corbata comienza a apretarme. Corbatas opresoras, revolución contra las corbatas almidonadas, ajustadas y planchadas en la piel. Trago saliva y aprieto con fuerza el saco. El panorama es un chiste de película de culto: sin ninguna puta gracia. Me acerqué lentamente a aquéllos hombres de sombrero verde oliva y frentes sudorosas, mechones húmedos pegados en sus caras. Camisas marrones enchalecadas que parecían querer explotar por rellenar cuerpos tan voluptuosos. Revisaban unos planos sin muchas ganas mientras reían a gritos sobre váyase a saber qué, ¿cuántos pecados al buen gusto cometerían con su sola existencia? «...Y tengo que negociar con semejante presentación. Qué mal augurio» Debo dejar de ser tan quejumbroso. (...) Bien, se había acabado, y mi lista de asesinatos seguía marcando cero. Y a pesar de no haber logrado entrar dentro del edificio, ha sido un éxito. Mañana podría corroborar el rumor de los ocupas; siempre habría tiempo para ser un desalmado. Esperé a Olga apoyado en su auto ojeando el móvil mientras ella terminaba el papeleo irrelevante por mí. Sí, sé que no es muy caballeresco de mi parte dejarla sola con esos lobos sin pelo mientras seguramente la devoraban con la mirada, pero podía observarla y protegerla desde aquí, sin tener que tolerar sus chistes misóginos. Al menos frente a ella no los dirían. Cuando volvió, sonrojada y con el ceño fruncido, expulsó: —¿Es imprescindible trabajar con esos cerdos? Una sonora carcajada mía resonó, aliviando su gesto furioso. Aunque no me reía de su padecimiento, sonaba muy tierna su voz aguda al insultar, era como si te golpeasen con un oso de felpa; no podías tomártelo del todo en serio. —¿Tan grave fue? —sonreí mientras colocaba el móvil en el bolsillo de mi saco, ella asintió más calmada— entenderé si la próxima vez deseas que esté ahí hasta el final de la reunión. —Oh, no, no te necesito —farfulló, más sonrojada que antes. —¿Por qué te sonrojas? No quise ofenderte, pequeña osita empoderada. —dije con una sonrisa y batiéndole un poco el pelo, su rostro se tornó en un tono carmín. Olga me había comentado, unos días después de que comenzara a trabajar en la empresa, que sólo se sonrojaba por enojo o por vergüenza; y por alguna razón desde hacía varios meses siempre sucedía cuando intentaba ayudarle. Creo que erróneamente suponía que estaba subestimando su esfuerzo, tratándola de inútil, o algo así, y eso le resultaba ofensivo. Me acomodé en el asiento del acompañante. —Paul... necesito decirte algo. —escupió Olga adentrándose en el auto tan rápidamente que casi no pude entender lo que dijo. Oh, no. No, no, no. Entré y me giré para verla mejor. Estaba con el rostro de varios tonos, mirándome de reojo como si temiera que la atacara, sujetando con fuerza el volante y respirando pesadamente, cada bocanada de aire parecía resistirse a entrar a su boca. —Me estoy preocupando, Oly, hey, no te ves para nada bien. —No lo estoy, pero necesito decirte algo... —su rostro giró en mi dirección, le temblaba el cuerpo. Parecía que en cualquier momento iba a desfallecer. —¡Pero si estás roja y te tiemblan las manos! ¿te sientes bien? —coloqué la palma de mi mano en su frente— no tienes fiebre, quizá te insolaste. Sí, era un poco paternalista. —Yo... —¿Si? —Necesito que sea ahora... Necesito contártelo. Fuera lo que fuere, no podía ser tan importante como para obviar lo enfermiza que se veía. Todo su rostro se había descompuesto entre el colorete, sus manos temblando al igual que su labio inferior y sus ojos abrillantados que no paraban de moverse. A lo mejor quería renunciar dentro de poco, pero eso era irrelevante en aquél momento. Si Olga enfermaba tendría que prescindir de ella por unos días y reitero, en mi rubro esa no era una opción viable. —Escucha, Oly, espera. Te conozco, tu cuerpo no reacciona así por nada; algo te pasa —tomé sus manos, se veía afiebrada y sus ojos no paraban de moverse— Ve a casa y descansa, ¿si? te doy el día libre. —De... acuerdo... pero... —Hablaremos después, lo prometo. Además, si vas a pedirme un aumento me tomará tiempo encontrar una buena excusa para declinar tu petición. El silencio reinó ante mi pésimo chiste y su semblante cambió a uno levemente más relajado. —¿...Puedes volver solo a tu casa?—susurró cabizbaja. —Por supuesto. —salí del auto tras besarle la mejilla— Tomaré un Uber, no creo que se me dificulte encontrar uno —señalé con mi mano la cantidad de vehículos que nos rodeaban—nos vemos —sonreí, ella no dijo nada y arrancó a toda prisa. Sentí una extraña incomodidad entre nosotros y la sensación punzante de culpa, como cuando se dice algo inintencionadamente cruel. No pude evitar mirar cómo el auto se perdía entre el pavimento buscando la respuesta a estas sensaciones y a la inevitable curiosidad de lo que Olly quería decirme. ¿Renunciaría? ¿Estaría embarazada y querría que yo sea su padrino? Cuando giré con la intención de usar mi móvil para conseguir transporte me encontré con la mirada fija y burlona de un moreno, casi reprimiendo la carcajada. No pasaría de los veinticinco años, estaba sentado en el piso del estacionamiento usando un auto de respaldo y fumando un cigarrillo. Su rostro anunciaba que no se limitaría a ser sólo un espectador.
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