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Hace tiempo que tengo ya planeada esta historia así que por fin la publicaré. La rutina de cada uno es diferente, pero todas tienen algo en común. No es el caso de Kesley, quién desde que puede recordar dispone de la increíble capacidad de leer las mentes de los demás. O eso es lo que ella creía. Promises Capítulo 1: Sin pensamientos Todo estaba oscuro, no se veía más que la infinita oscuridad salpicada de un que otro destello rojizo. Hacía frío y calor al mismo tiempo, una sencilla pero extraña sensación. Indescriptible. Un terrible olor a quemado invadía el aire. Una mujer con largos cabellos de fuego sujetaba con toda su fuerza la mano de la persona que más había amado en su vida. -¡No me sueltes Nathaniel! – gritó ella. Pero era inevitable, sentía como una fuerza inmensa tiraba de sus cuerpos en direcciones opuestas. Sus dedos se resbalaron. Un último roce de sus yemas y la más absoluta oscuridad se instaló tras un impresionante golpe luminoso. Un día más de otros tantos iguales. Kesley se levantó con torpeza y recorrió con los ojos a medio abrir el camino de todas las mañanas, exactamente el mismo. Ni las escaleras de caracol que bajaban al piso inferior le supusieron un obstáculo. Abrió la misma puerta del mismo mueble de la cocina y sacó la caja de cereales que echaría en la misma taza de cada día. Siempre era lo mismo. La misma casa descuidada, la misma rutina, la misma soledad… Solo había una cosa que cambiaba: Las continuas voces de los vecinos en su cabeza. Desde que tenía uso de razón, recordaba los pensamientos de toda la gente que la rodeaba metidas en su cabeza. Al principio era insufrible, todo lo que se pasaba por las mentes de los demás aparecía inmediatamente en la suya, igual que si lo hubiesen dicho en voz alta. Y lo peor es que no escuchaba una sola voz, sino dos, o tres, o veinte. Todas a la vez. Bastaba acercarse a alguien para conocer todos y cada uno de sus pensamientos. Quizá fue eso lo que la obligó a alejarse de la gente, a comenzar su solitaria vida. Con el paso de los años aprendió a limitar los pensamientos que podían entrar en su cabeza, como una especie de permiso por parte de su subconsciente. Eso le ayudo a comenzar una vida normal, poder olvidarse de los continuos estudios en casa y comenzar una carrera universitaria. A pesar de conseguir controlar su “don”, si es que se le podía llamar así, nunca pensó en buscar amigos. Ni eso, ni otra cosa. A veces echaba de menos alguien con quien reír y llorar, pero temía que la tentación la hiciese querer leerles la mente, o aunque no quisiese podría tener un accidente y hacerlo igualmente. Además, era algo que no podía controlar al cien por cien, si el pensamiento de alguien era lo suficientemente intenso aparecería sin más en su cabeza. Una auténtica cruz. Al menos, se divertía de vez en cuando con los problemas de la gente de su entorno. Como aquel día que a la encargada de la frutería se le cayó un diente en medio de las uvas que compraba una mujer. No todo podía ser malo. Sin fijarse tan siquiera ni que ropa elegía, sacó unos vaqueros y una de sus muchas sudaderas del armario. Siempre vestía de ese modo, nadie podría pensar que era la persona más rica de la manzana. Tan solo salir por la puerta se estremeció. Quedaban pocos días para el comienzo del invierno, y eso en Nueva York significaba frío. Mucho frío. Cruzó los brazos, frotándoselos para entrar en calor, y caminó hasta su coche. Estaba aparcado en el mismo sitio de siempre, como no. Rutina. Dio al play a su reproductor mp3 del coche y subió el volumen dejándolo en el punto exacto para no quedarse sorda. Odiaba el ambiente en la ciudad, demasiada gente, demasiados pensamientos, ruido, colapsos. Un coche salió de la nada saltándose un semáforo en rojo y casi llevándosela por delante. “Por fin algo nuevo” Pensó aporreando el claxon como una energúmena. Llegó a clase cinco minutos antes de que comenzase. Buscó algún hueco libre y se sentó. Nada nuevo, pensamientos vacíos. A su derecha un grupo de chicas compartían opiniones sobre la nueva colección de ropa de la típica tienda pija a la que acudían. Ya que la clase de ese día resultaba cansina y aburrida decidió espiar sus mentes para entretenerse. Comenzó por la rubia que parecía una Barbie, nada interesante. Solo se preguntaba donde habría comprado el bolso su compañera la morena y cuanto le habría costado. La que se sentaba justo detrás de estas dos pensaba que el profesor no estaba nada mal, vamos, que no le negaría un favorcillo. Kesley miró al profesor y volvió a mirar a la chica, tuvo que esconderse detrás del libro para que no se percatasen de sus amagos de carcajada silenciosa. A su izquierda estaban apilados los que había calificado como “frikis”, probablemente pensarían en cosas que jamás entendería. Por lo tanto no se esforzó siquiera en intentarlo. Que aburrimiento de clase. ¿En qué hora se le había ocurrido matricularse en Historia del Arte? Lo único que le gustaba era la mitología clásica. No es solo que le gustase, le encantaba, incluso se podría decir que la obsesionaba. Era con lo que se había criado, con lo que había aprendido a leer casi. De pequeña no quería que le leyesen los cuentos de los hermanos Grimm, ni ningún otro tipo, solo mitos. Tenía la esperanza de que alguno fuese capaz de explicar el porqué de su don. Ya se encontraba desesperada mirando continuamente el reloj y esperando que este marcase las doce cuando se fijó en alguien. Un chico que jamás había visto antes en clase, lo cual no sería raro para sus compañeros, pero si para ella, que destinaba todos y cada uno de los minutos que disponía en clase a conocer a todos hurgando en su mente. Estaba segura de que era la primera vez que aparecía por allí. Como si se hubiese dado cuenta de que Kesley no le quitaba ojo, el chico se giró. Durante unos segundos ninguno fue capaz de apartar los ojos del otro, era como si una extraña energía les obligase a mirarse mutuamente. Fue el carraspeo del profesor lo que hizo finalizar el intercambio de miradas. El chico nuevo volvió sus perfectas facciones hacia adelante y se centró nuevamente en las aburridas explicaciones del profesor. La curiosidad le pudo, necesitaba saber algo sobre él. Clavó sus juguetones ojos verdes en el rubio de dos filas más abajo y levantó la barrera de su mente. Nada. ¿Nada? Era la primera vez que le ocurría algo similar. No podía ser que tuviese su mente completamente vacía, que no pensase en absolutamente nada. Es como si fuese un robot. No tenía sentido. Lo intentó una vez más esperando resultados, pero solo obtuvo silencio. Como un libro en blanco.
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Llevamos más de una década uniendo a Simmers de todo el mundo y colaborando en grandes proyectos.
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